Dolores mucho peores que los del “Maracanazo”

Por: Foad Alejandro Castillo

Cuenta la leyenda que la madrugada del 17 de julio de 1950 la siempre vibrante Brasil decidió por unas horas darse de baja de la vida, porque un día antes perdió una partida de fútbol, celebrada en el mítico estadio Maracaná de Río, que por crucial en lo deportivo no pasaba de ser solamente un simple juego, pero que para ella, dulcemente cándida, significaba el boleto de entrada al selecto club de los países ganadores. Si bien es cierto el trofeo hubiera aparcado en el terreno de lo simbólico, bastaba y sobraba para dar el necesario impulso hacia el prometedor futuro. Un silencio ensordecedor asaltó la tierra del jolgorio infinito cuando un narizón uruguayo anotó el gol que derribó un sueño de gloria, transformando placer en espanto en un abrir y cerrar de ojos. Millones de brasileños lloraron sin consuelo, pues asumieron que en la víspera les amortajaban el porvenir. No faltaron los que ante un panorama tan sombrío optaron por suicidarse.

El tiempo pasó y Brasil superó el amargo trago para hacerse con 5 copas del mundo, puesto que al agregarle pizcas de samba al balompié este se llenó de virguerías imposibles de descifrar. Pero la pobreza, el atraso y la desigualdad siguieron en los antiguos dominios de los Braganza;  distinguirse en el espectáculo más grande del planeta no reprimió los deseos perdedores de Brasil en la división internacional del trabajo, ya que sus prebostes nacidos de la oligarquía siempre amaron al extranjero casi con la misma pasión con la que odiaron la negritud. Patriotas de “vuvuzela” verde amarilla que únicamente mostraron cariño cuando la selección fructificó o distrajo a la masa.  La antigua élite colonialista devenida en lugarteniente de librecambistas anglosajones entregó desde finales del siglo XIX las inmensas riquezas de todos a apátridas corporaciones  en aras del desarrollo, sacrificando con ello a las mayorías en el altar del dios mercado. Caucho, café, carbón, piedras preciosas, madera y petróleo exportados a precios irrisorios, cuidadosamente bajados en momentos estratégicos por los especuladores que mandan en el comercio internacional, supieron a poco. Bonanzas de papel.

Quien amagó con reivindicar el rol del estado en la planificación de la actividad económica siempre acabó mal. Los militares constituidos en guardianes del catecismo liberal dieron golpes solamente a siniestra. Hombres de la envergadura de Getulio Vargas y Joao Goulart, gritando en el desierto desplegado por la maquinaria mediática, concluyeron sus jornadas en la ominosa deshonra como consecuencia de haber sugerido a la casta local mayor solidaridad para con los pobres. Fue hasta que un obrero de la metalurgia incursionó en la política, disputándoles a los ricos en su propia área el control de la administración, que Brasil despertó del maleficio. Lula a partir de los 80s organizó el Partido de Los Trabajadores con el único objetivo de asaltar los cielos para hacer un poco de justicia social en la tierra. En 2003 al ganar el PT la presidencia de la república en elecciones democráticas  trasladó ésta a las calles y súbitamente todo envejeció; los partidos del establishment, O Globo y Veja perdieron la hegemonía, porque las juventudes entendieron que nunca representaron a nadie que no tuviese cuentas en Suiza.

Es así que durante el período 2003-2016 con todas sus vicisitudes Brasil creció con su gente. Los programas sociales incluyeron a grupos marginados y de repente el largamente añorado ingreso al primer mundo confundió al oficialismo. La derecha que ahora encarnan Temer y Cunha se infiltró con sus ajustes estructurales y demás recetas de crecimiento macroeconómico, produciendo el descontento entre los mismos que abandonaron la extrema pobreza con las medidas redistributivas de la renta aplicadas por los gobiernos petistas. El “impeachment” o juicio político surge porque la presidenta Dilma Rousseff, en el afán de deshacer la obra nefasta de los tecnócratas neoliberales que se colaron en ministerios claves, destinó dinero de la Caixa Económica Federal en gasto público social para poder cerrar los balances y, al año siguiente, devolvió mediante herramientas fiscales el dinero al mencionado banco. No alimentó su cuenta personal como sí lo hizo Collor de Mello en el año 1991. Si el próximo domingo 17 de abril prevalece el revanchismo conservador en el ilegal impeachment a Dilma que se debatirá en la cámara de los diputados, Brasil padecerá inconmensurables dolores, muy por encima de los de aquel aciago día de fútbol. Las transnacionales de los hidrocarburos posan sus miradas en el Presal, esperando que el vicepresidente traidor remate el proceso destituyente iniciado por el titular del legislativo, lo cual provocará que Petrobras deje de ser el eje que articula la actividad petrolera en detrimento de los intereses generales de la población.

El pueblo unido en resistencia contra el golpe de los mercados se ha diseminado en cada rincón de la república federal con la misión noble de levantar ánimos y avivar consciencias, pues advierte que el desembarco de la fuerza restauradora arrasará con los derechos ganados por la clase trabajadora en innumerables luchas. ¡No pasarán! es una de las consignas que inunda las distintas ciudades. No son pocas las personas que niegan la existencia de una guerra contra los pobres de América Latina, luego, la realidad se empeña en desmentirles, precisamente porque los de abajo ahora son desobedientes y ya no ahogan sus penas a base de goles, en vista de que la revolución ciudadana les brindó la capacidad de identificación del enemigo. Pase lo que pase en el espurio juicio, ese Brasil idiotizado por un balón no volverá.

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